Hacía tiempo que no luchaba en un campo de batalla junto a los personajes, o los vislumbraba con total claridad como si fuesen reales. Sentí que volvía a ser una nena de catorce años, sumergida en la literatura juvenil, deseando con todas sus fuerzas que aquellos mundos de fantasía se materializaran ante sus ojos.
Leyendo Percy Jackson, recordé cuánto me rehusaba a mitología griega cuando era más chica, solo porque no acababa de entender quién era hijo de quién, y qué roles cumplían. No me arrepiento de haber ignorado la saga tantos años, y no haberla leído antes. De lo contrario, estoy segura de que no habría llegado a comprender algunos personajes en totalidad.
Percy Jackson no solo me hizo amar la mitología griega, sino que ahora es una de las pocas historias que tanto me han marcado, historias que a pesar del tiempo que pase, las recuerdo como si recién terminara de cerrar el libro, y el vacío de una novela terminada me invadiera.
Rick Riordan supo construir en palabras personajes tan humanos, que no te sorprenderías al encontrartelos en la esquina, porque sienten y piensan como cualquier mortal, a pesar de que la sangre divina fluya en sus venas. Tanta variedad en cuanto a las personalidades de los protagonistas, sus vidas, sus sentimientos, todo tan heterogéneo y al mismo tiempo unido por un pequeño lazo, es una de las tantas características que hacen de la saga, y este libro, una obra maestra.